
Solo llegaba al consultorio y se sentaba mirando las paredes, sin hablar. Estaba pálido y nervioso.
Este médico no podía hacerlo hablar, comprendió que el dolor del muchacho era tan grande que le impedía expresarse, y él, por más que le dijera algo, tampoco serviría de mucho. Optó por sentarse y observarlo en silencio, acompañando su dolor.
Después de la segunda consulta, cuando el muchacho se retiraba, el doctor le puso una mano en el hombro: “Ven la semana próxima si gustas…. duele, ¿verdad?” el muchacho lo miró, no se había sobresaltado ni nada… solo lo miró y se fue.
Cuando volvió a la semana siguiente el doctor lo esperaba con un juego de ajedrez. Así pasaron varios meses, sin hablar, pero el notaba que David ya no parecía nervioso y su palidez había desaparecido. Un día, mientras el doctor miraba la cabeza del muchacho quien estudiaba inclinado hacia el tablero, pensaba en lo poco que sabemos del misterio del proceso de curación.
De pronto… David alzó la vista y lo miró: “Le toca – le dijo”
Ese día empezó a hablar. Hizo amigos en la escuela, ingreso a un equipo de ciclismo. Y comenzó una nueva vida, su vida.
Posiblemente el medico le dio algo, pero también aprendió mucho de él. Aprendió que el tiempo hace posible lo que parece dolorosamente insuperable. Aprendió a estar presente cuando alguien nos necesita, a comunicarnos sin palabras. Basta un abrazo, un hombro para llorar, una caricia… un corazón que escuche.